Nunca le apuestes tu cabeza al diablo

Mi difunto amigo Toby Dammit. Era un pobre perro, en

verdad, y tuvo una muerte de perros, pero no hay que echarle en cara sus vicios. Éstos se de-
bían a un defecto personal de su madre. Esa mujer que se esforzó lo más posible en cuanto a

proporcionarle azotes cuando Toby era pequeño pues, para su ordenada mente, los deberes
eran siempre placeres, y los bebés, al igual que la carne dura o los olivos griegos, mejoran si
uno los golpea. i Pero pobre mujer! Tenía la desgracia de ser zurda, y es preferible no azotar a
un niño antes que azotarlo con la mano izquierda. El mundo gira de derecha a izquierda. No
sirve azotar a un bebé de izquierda a derecha. Si cada golpe asestado en la dirección adecuada
extirpa una propensión al mal, de ahí se desprende que cada golpe en sentido contrario
profundiza aún más la maldad. Yo solía estar presente cuando castigaba a Toby, y hasta por la
forma en que el niño pateaba me daba cuenta de que cada día que pasaba se estaba poniendo
más malo. Por último vi, con lágrimas en los ojos, que ya no quedaban esperanzas para el
sinvergüenza, y un día en que lo habían golpeado tanto hasta dejarle la cara tan negra que bien

podía habérselo tomado por un niño africano, sin obtener otro efecto que el de hacerlo
retroceder en un ataque de furia, ya no pude soportarlo más y, cayendo de rodillas, alcé mi
voz y profeticé su ruina.
Lo cierto es que la precocidad de Toby para el vicio era terrible. A los cinco meses le
daban unos ataques tan virulentos, que no podía articular palabra. A los seis meses lo pesqué
mordisqueando un mazo de naipes. A los siete se había acostumbrado a abrazar y besar las
bebidas. A los ocho se negó perentoriamente a firmar un documento en pro de la temperancia.
Así, mes a mes fue creciendo en él la iniquidad hasta que, al cumplir su primer año de vida,
no sólo usaba bigotes sino que había adquirido cierta propensión a lanzar juramentos y malas
palabras, y a respaldar sus afirmaciones con apuestas.
Esta última y poco caballeresca práctica fue la que causó por fin la ruina que yo había
vaticinado para Toby Dammit. El hábito "fue creciendo con él y fortaleciéndose con su
fuerza" de modo que, cuando Toby ya fue un hombre, apenas si podía pronunciar una frase
sin adornarla con una propuesta de juego.
No apostaba en serio, no. Debo ser justo con mi amigo, y decir que antes hubiera
preferido hacer cualquier otra cosa. Para él, el hábito era una simple fórmula, nada más. No
daba ningún sentido especial a sus expresiones; éstas eran simples imprecaciones -aunque no
del todo inocentes-, frases ocurrentes con las cuales redondeaba sus ideas. Cuando decía: "Le
apuesto a aquello", a nadie se le cruzaba por la mente tomarle la palabra, pero yo no podía
dejar de considerar que mi deber era reprenderlo. Ese hábito era inmoral, y así se lo decía. Era
vulgar, y le imploraba que me creyera. Era desaprobado por la sociedad, cosa que no era más
que la verdad. Estaba prohibido por una ley del Congreso, y al decir esto no me animaba ni la
menor intención de mentir. Le hacía objeciones, pero en vano. Lo instaba, y él sonreía. Le
suplicaba, y se reía. Si lo sermoneaba, me miraba con desdén. Si lo amenazaba, me lanzaba
una palabrota. Silo pateaba, llamaba a la policía. Si le daba un tirón de nariz, se la sonaba y
apostaba su cabeza al diablo a que no me atrevería a repetir el experimento.
La pobreza era otro vicio que la peculiar deficiencia física de la madre de Dammit había
legado al hijo. Era detestablemente pobre, y por una razón, sin duda, sus exclamaciones
relacionadas con las apuestas rara vez
tomaban un giro pecuniario. Nadie podrá decir que le oyó alguna vez usar formas de
expresión tales como: "Le apuesto un dólar". Por lo general decía: "Le apuesto lo que usted
quiera", "Le apuesto lo que usted se atreva", "Le apuesto cualquier cosa" o, más
significativamente aún: "Le apuesto mi cabeza al diablo".
Esta última forma es la que parecía complacerlo más, tal vez porque implicaba el menor
riesgo, pues Dammit se había vuelto parsimonioso en exceso. Si alguien le hubiera tomado la
palabra, habría perdido poco puesto que tenía una cabeza pequeña. Pero éstas son reflexiones
personales que me hago, y en modo alguno puedo atribuírselas a él. De todas formas, la frase
en cuestión se volvía cada vez más habitual, pese a lo impropio de que un hombre apostara a
su cerebro como si fuera billetes de Banco, pero la perversa naturaleza de mi amigo no le

permitía entenderlo. Con el tiempo llegó a abandonar toda otra fórmula, y se entregó por en-
tero a "Le apuesto mi cabeza al diablo" con una pertinencia y exclusividad que desagradaban

y sorprendían. Siempre me desagradan las circunstancias que no logro explicarme. Los
misterios obligan al hombre a pensar, y así se resiente su salud. A decir verdad, había algo en
el aire con que el señor Dammit pronunciaba aquella ofensiva expresión, algo en su manera
de enunciarla, que primero me interesó y luego me puso muy nervioso, algo que, a falta de
término más preciso, debo calificar de extraño, pero que Coleridge habría denominado
místico, Kant panteístico, Carlyle retorcido y Emerson hiperexcéntrico. Aquello empezó a
desagradarme sobremanera. El alma del señor Dammit corría grave peligro. Decidí entonces
usar toda mi elocuencia para salvarla. Juré consagrarme a él tal como dice la crónica irlandesa
que San Patricio se consagró al sapo, es decir, "despertándolo para que tomara conciencia de
su situación". De inmediato me aboqué a la tarea. Una vez más me propuse reconvenir a mi

amigo. Una vez más junté todas mis energías para un intento final de recriminación.
Cuando hube concluido con mi discurso, el señor Dammit se permitió una conducta
sumamente equívoca. Durante unos instantes permaneció en silencio, limitándose a mirarme
inquisidoramente a la cara, pero luego inclinó la cabeza hacia un lado y arqueó mucho las
cejas. Acto seguido tendió las palmas de las manos y se encogió de hombros. Guiñó el
ojo derecho y repitió la operación con el izquierdo. Después cerró fuertemente los dos,
y al instante los abrió tanto, que me preocupé seriamente por las consecuencias. Aplicándose
el pulgar a la nariz, juzgó oportuno realizar movimientos indescriptibles con el resto de los
dedos. Por último, poniendo los brazos en jarra, se avino a responder.
Me vienen a la mente sólo los titulares de su discurso. Me estaría muy agradecido si me
callara la boca. No quería que le dieran consejos. Despreciaba todas mis insinuaciones. Ya era
bastante grande como para cuidarse solo. ¿Todavía lo consideraba un bebé? ¿Me atrevía a
criticar su naturaleza? ¿Me proponía insultarlo? ¿Era tonto yo? En una palabra, ¿sabía mi
madre que yo me había ausentado de mi casa? Esta última pregunta me la hacía
considerándome un hombre veraz, y estaba dispuesto a creer en mi respuesta. Una vez más
me preguntaba explicativamente si mi madre sabía que yo había salido. Mi confusión, según
dijo, me traicionaba, y por ende estaba dispuesto a apostarle su cabeza al diablo a que no sabía
nada.
El señor Dammit no se detuvo a la espera de mi respuesta. Giró sobre sus talones y me
abandonó con indigna precipitación. Y de lo bien que hizo. Me había herido en mis
sentimientos y hasta había provocado mi indignación. Por una vez en la vida habría querido
aceptarle su insultante apuesta. Habría ganado para el Archienemigo la pequeña cabeza del
señor Dammit, porque lo cierto es que mi madre estaba perfectamente enterada de mi
ausencia temporal del hogar.
Pero Coda shefa midéhed -el cielo brinda un alivio-, como dicen los musulmanes si uno
les pisa los dedos de los pies. Había sido ofendido mientras cumplía con mi deber, y soporté
el insulto como un hombre. Sin embargo, ahora me parecía que había hecho todo lo que se me
podía pedir por aquel miserable individuo, y decidí no molestarlo más con mis consejos,
dejándolo librado a su propia conciencia y a sí mismo. Sin embargo, aunque desistí de darle
más consejos, no pude renunciar del todo a su compañía. Hasta llegué a soportar algunas de
sus inclinaciones menos cuestionables, y en ciertas oportunidades hasta elogié sus
desagradables chistes tal como elogian los epicúreos la mostaza: con lágrimas en los ojos; tan
profundamente me hería oír su maligno lenguaje.
Un hermoso día en que habíamos salido a pasear juntos, tomados del brazo, el camino
nos llevó en dirección a un río. Había un puente y decidimos cruzarlo. Era un puente techado
que servía para proteger del mal tiempo, y como tenía pocas ventanas, adentro resultaba
incómodamente oscuro. Cuando ingresamos, el contraste entre el resplandor externo y la
penumbra interior me produjo un gran desánimo. No así al desdichado Dammit, quien
enseguida apostó su cabeza al diablo a que yo me sentía deprimido. Él, por su parte, estaba de
muy buen humor. Tal vez un poco animado por de más, lo cual me había sentir cierta
suspicacia. No es imposible que lo haya afectado algún tipo de trascendentalismo. Pero no soy
muy versado en el diagnóstico de esta enfermedad como para expedirme sobre nada, y
lamentablemente no estaba presente ninguno de mis amigos del Dial. No obstante, sugiero la
idea debido a cierto espíritu payasesco que parecía aquejar a mi pobre amigo haciéndolo
comportarse como un tonto. Nada le agradaba más que deslizarse y saltar por debajo o por
encima de cualquier cosa que se le pusiera por delante, y lo hacía gritando o susurrando todo
tipo de palabras o palabrotas, aunque manteniendo siempre el rostro serio. Yo sinceramente
no sabía si compadecerlo o patearlo. Por último, cuando ya habíamos cruzado casi todo el

puente y nos acercábamos al final, un molinete de cierta altura nos impidió seguir. Ca-
lladamente lo sorteé como suele hacerse, es decir, haciéndolo girar. Pero esto no convenía al

señor Dammit, quien insistió en saltarlo por arriba y afirmó que era capaz de realizar también

una pirueta en el aire. Ahora bien, en conciencia no me parecía que pudiera hacerlo. El que
mejor piruetas hacía era mi amigo Carlyle, y como yo sabía que él no podía hacerlo, tampoco
creía que lo pudiera hacer Toby Dammit. Por consiguiente se lo dije con todas las letras,
agregando que lo consideraba un fanfarrón que no podía cumplir con lo que decía. Esto que
dije lo lamenté posteriormente, pues en el acto él apostó su cabeza al diablo a que lo hacía.
Estaba yo a punto de responderle, pese a mi anterior resolución, reprochándole su
impiedad, cuando oí muy cerca una tos muy parecida a la exclamación "¡Ejem!". Me
sobresalté y miré asombrado en derredor. Mis ojos cayeron por fin en un nicho que había en
la estructura del puente, y repararon en la figura de un diminuto y anciano caballero cojo, de
venerable aspecto. Nada podía ser más excelso que su apariencia, pues no sólo
iba vestido todo de negro, sino que llevaba una camisa muy limpia, con cuello que se
doblaba prolijamente sobre una corbata blanca, y usaba el pelo con raya al medio como una
muchacha. Tenía las manos entrelazadas en gesto pensativo sobre el vientre, y había puesto
los ojos en blanco.
Observándolo más atentamente noté que, por encima, de su ropa, llevaba puesto un
guardapolvo de seda negra, lo cual me resultó muy raro. Sin embargo, antes de que tuviera
oportunidad de hacer un comentario sobre tan singular circunstancia, me interrumpió con un
segundo "¡Ejem! ".
No me sentí preparado para responder de inmediato tal observación. Lo cierto es que
los comentarios tan lacónicos son prácticamente imposibles de responder. Conozco una
revista trimestral que quedó desconectada ante la palabra "¡Tonterías!". Por lo tanto, no me
avergüenza decir que me volví al señor Dammit en busca de ayuda.
-Dammit, ¿qué haces? -le pregunté-. ¿No oyes? Este caballero dice "¡Ejem!".
Lo miré con aire serio mientras le hablaba, porque a decir verdad me sentía
particularmente desconcertado, y cuando un hombre se siente particularmente desconcertado,
debe fruncir las cejas y poner expresión salvaje, porque de lo contrario es seguro que parecerá
un tonto.
-Dammit -continué, aunque la palabra pareció una maldición, cosa que estaba muy lejos
de mi pensamiento-, Dammit1

, este caballero dice "¡Ejem!".

No trataré de defender mis palabras afirmando que eran profundas pues a mí tampoco
me lo parecieron, pero he notado que el efecto de nuestras palabras no siempre es
proporcional a la importancia que tiene ante nuestros ojos. Y si hubiera arrojado una bomba al
señor Dammit, o si lo hubiera golpeado en la cabeza con un ejemplar de Poetas y Poesías de
Norteamérica, no lo habría visto tan molesto como cuando le dirigí aquellas simples palabras:
-"Dammit, ¿qué haces? ¡Acaso no oyes? El caballero dice ¡Ejem!"
-¿Ah, sí? -musitó al fin, y por su rostro pasaron más colores que los que despliega, uno
tras otro, un barco pirata cuando lo persigue una nave de guerra-. ¿Estás seguro de que eso
dijo? Bueno, de todos modos ya estoy listo, y mejor que enfrente el tema con decisión. Aquí
voy: i Ejem!
Al oír esto el hombrecito pareció complacido, sólo Dios sabe por qué. Salió del nicho
donde se hallaba, se adelantó rengueando con un aire gentil y estrechó cordialmente la mano
de Dammit, mirándolo con la más pura expresión de bondad que pueda imaginar un ser
humano.
-Estoy convencido de que usted ganará, Dammit -dijo, con una sonrisa franca-, pero por
fuerza debemos tener una prueba, por una mera formalidad.
-¡Ejem! -repuso mi amigo quitándose la chaqueta con un profundo suspiro, atándose un
pañuelo de bolsillo a la cintura y modificando inexplicablemente sus facciones, para lo cual
revolvió los ojos y bajó la comisura de sus labios-. i Ejem! i Ejem! -repitió tras una pausa, y a
1 Damn it!: En inglés, ¡Maldición! [N. de la T.]
partir de allí no le oí decir otra cosa que el mismo "¡Ejem! ".
"Ajá -me dije, aunque no lo expresé en voz alta-, éste es un silencio notable por parte de
Toby Dammit, sin duda consecuencia de su anterior verbosidad. Un extremo induce al otro.
Me pregunto si se ha olvidado de todas esas preguntas imposibles de responder que con tanta
fluidez me formuló el día en que le di mi último sermón. De todos modos, parece curado de
los trascendentalismos."
-¡Ejem! -respondió Toby como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, y con cara
de carnero viejo en un sueño.
El anciano caballero lo tomó del brazo y lo llevó más hacia el interior del puente, hasta
unos pasos antes del molinete.
-Estimado amigo -dijo-, en conciencia tengo que concederle todo este tramo para que
pueda correr y tomar impulso. Espere aquí hasta que yo me ubique junto al molinete, así
puedo ver si lo salta en forma elegante y trascendental, sin omitir ninguno de los movimientos
de la pirueta. Pura formalidad, como usted sabe. Diré "Uno, dos, tres, ya". No arranque hasta
oír el "¡Ya!". -Se ubicó junto al molinete, hizo una pausa como sumido en profunda reflexión,
miró hacia arriba y me pareció que esbozaba una sonrisita; luego se ajustó las tiras del
delantal, miró largamente a Dammit y pronunció las palabras convenidas:
Uno, dos, tres... ¡Ya!
Al oír el "¡Ya!", mi pobre amigo salió a la carrera. Su estilo no era tan notable como el
del señor Lord, ni tan malo como el de los críticos del señor Lord, pero me dio la impresión
de que lograría superar obstáculos. Y si no pudiera? Ah, ésa era la cuestión. ¿Y si no pudiera?
¿Qué derecho tenía un anciano caballero -dije- de obligar a otro a saltar? ¿Y quién es este
tipo? Si me pide a mí que salte, no lo haré, lisa y llanamente no lo haré, y no me importa
quién diablos sea.
Como he dicho, el puente estaba cubierto de una manera muy ridícula, y en todo
momento había dentro de él un eco muy incómodo, eco que nunca había notado tan
nítidamente como cuando pronuncié las tres últimas palabras.
Pero lo que dije, lo que pensé o lo que oí ocupó apenas un instante. Menos de cinco
segundos después de haber tomado impulso, mi pobre Toby daba el salto. Lo vi correr
ágilmente, dar un grandioso salto y efectuar notables movimientos con las piernas al elevarse.
Lo vi en lo alto, realizando una admirable pirueta sobre el molinete, y desde luego, me pareció
insólito que no completara el movimiento del salto. Pero todo eso duró un momento, y antes
que tuviera tiempo de hacer una reflexión profunda, vi que el señor Dammit caía de espaldas,
del mismo lado del molinete de donde había partido. Y en ese mismo instante, vi también que
el anciano caballero salía corriendo y rengueando a toda velocidad, luego de recoger y
envolver en su delantal algo que caía pesadamente desde la penumbra del techo en arco, justo
sobre el molinete.
Todo eso me dejó atónito, pero no tuve demasiado tiempo para pensar, pues el señor
Dammit se hallaba particularmente quieto, por lo cual deduje que se sentía ofendido y
necesitaba mi ayuda. Rápidamente me acerqué a él y comprobé que había recibido lo que
podría denominarse una herida grave. A decir verdad, había sido privado de la cabeza, que no
pude encontrar por ninguna parte. Decidí entonces llevarlo a casa y mandar a llamar a los
homeópatas. Entretanto, se me ocurrió algo, y luego de abrir una ventana en el puente,
descubrí la triste verdad. A una altura de un metro y medio del molinete, cruzando la arcada
del techo a modo de soporte, se extendía una barra plana de hierro puesta con el filo
horizontalmente, uno de varios soportes similares que contribuían a reforzar la estructura del
puente. Al parecer, el cuello de mi infortunado amigo había entrado precisamente en contacto
con dicho filo.
Mi amigo no sobrevivió a su terrible pérdida. Los homeópatas le suministraron bastante
poco remedio, y el poco que le dieron él no lo pudo tomar. A la larga empeoró y murió, dando
así una lección a todas las personas de vida licenciosa. Regué su tumba con mis lágrimas,

Nunca apuestes tu cabeza al diablo. Cuento con moraleja. Edgar Allan Poe

agregué una barra siniestra al escudo de armas de su familia y, para cubrir los gastos
generales de su entierro, envié una cuenta muy módica a los transcendentalistas. Como los
sinvergüenzas se negaron a pagar, en el acto hice exhumar al señor Dammit y lo vendí como
alimento para perros.

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